La Espada Lobera del Rey San Fernando


Espada Lobera
“Fijo, vos sodes el postrero fijo que yo hobe de la Reina Doña Beatriz, que fue muy sancta et muy buena mugier, et sé que vos amaba mucho. Otrosí, mas non vos puedo dar heredat ninguna….. mas dovos la mi espada Lobera, que es cosa de muy grant virtud et con que me fizo Dios a mi mucho bien”

  Con estas palabras entregaba en herencia el Rey de Castilla Don Fernando III el Santo (en su lecho de muerte) su preciada espada Lobera a su hijo menor, el infante Don Manuel.

  Razones tenía el Santo Rey para apreciar esa espada que tantos momentos de gloria le dio, y que de muy joven (al poco de proclamarse Rey de Castilla) buscó en el monasterio de San Pedro de Arlanza (Burgos); donde como un tesoro la guardaban los monjes, en la esperanza de que fuese utilizada para nuevas gestas; desde que allí mismo fuese enterrado, más de dos siglos antes su anterior dueño, el Conde Don Fernán González.  

  Fue sin duda la Lobera fiel compañera en el glorioso camino del monarca, sirviéndole de altar en sus oraciones de campaña, y de cetro poderoso, símbolo de justicia y firmeza en sus labores reales.

  La importancia de la Lobera, no se queda solo (que no sería baladí) en el hecho de ser el arma con el que contaron dos de nuestros más gloriosos próceres, como nos enseña la tradición sobre el Rey San Fernando y el primer Conde de Castilla. Su verdadera mística va mucho más allá, ya que con ella, sus dueños no conocieron derrota frente al infiel ni el malvado, ni desordenes en sus reinos y dominios, ni injusticia en sus deberes que les demande la Historia.

  Con la Lobera venció el Conde Fernán González a las tropas del Califa Abderramán III, en Simancas (939), en Sepúlveda (940), y en San Esteban de Gormaz (955), y fundó el condado de Castilla, germen del que fuera posteriormente el reino heredado por San Fernando. El Rey Santo, reconquistó con ella los reinos de Córdoba (1236),  Murcia (1243), Jaén (1246) y Sevilla (1248); además de unificar para siempre los reinos de Castilla y de León; siempre fiel a ese comportamiento cristiano que no sólo le convirtió en Rey victorioso, justo y Santo, sino que le concedió el sobrenombre de “Campeón invicto de Jesucristo”, como le renombró el Papa Inocencio IV.

  Actualmente la milenaria Lobera descansa en la Capilla Real de Sevilla, cerca del cuerpo del Rey Don Fernando. Allí espera el momento en que el Rey legítimo de Castilla y de la Monarquía Hispánica la reclame de nuevo simbólicamente para devolver las glorias y libertades, otrora conseguidas, a nuestra Patria.

24/03/2015
Luis Carlón Sjovall
A.C.T. Fernando III el Santo


Festividad de los Mártires de la Tradición 2015



Una representación de la ACT Fernando III el Santo estuvo presente en los actos centrales de la Festividad de los Mártires de la Tradición desarrollados en la localidad madrileña de El Pardo, el sábado 14 de marzo, presididos por S.A.R Don Sixto Enrique de Borbón Parma, Duque de Aranjuez y Abanderado de la Santa Tradición.

S.A.R Don Sixto de Borbón trasladó a los presentes un emotivo discurso, en el cual recordó la necesidad de redoblar esfuerzos en estos tiempos difíciles, en los que la presencia del Tradicionalismo es más necesario que nunca, como única salvación posible ante la ruina modernista que nos rodea y destruye imponiendo su miseria moral.
La Festividad de los Mártires de la Tradición, instituida en 1895 por el Rey Don Carlos VII, en carta desde su exilio en Venecia “es una fiesta nacional en honor a los mártires que, desde principio del S. XIX, han perecido a la sombra de bandera de Dios, Patria y Rey, en los campos de batalla, en el destierro, en los calabozos y en los hospitales; y designo para celebrarla el día 10 de marzo de cada año, día en que se conmemora el aniversario de la muerte de mi abuelo Carlos V”“Debemos procurar sufragios a las almas de los que nos han prececido en esta lucha secular, y honrar su memoria de todas las maneras imaginables, para que sirvan de estímulo y ejemplo de los jóvenes y mantengan vivo en ellos el fuego sagrado del amor a Dios, a la Patria y al Rey”.

Representantes de nuestra Asociación en los actos organizados en El pardo

San Fernando y la Santísima Virgen María de Valgañón


Nuestra Señora de Valgañón
  Consagrada el 7 de noviembre de 1224, por el obispo Don Mauricio de Burgos, la hoy conocida como Iglesia de la Virgen de Tresfuentes fue impulsada por los reyes Doña Berenguela y Don Fernando III de Castilla en la primavera del año 1218 con el fin de acatar el deseo expresado por Nuestra Señora, a la pastorcilla Inés, de “habitar aquí, en este pueblo para siempre”.

  Aunque hoy día la localidad de Valgañón pertenece a La Rioja, en el S. XIII pertenecía a la diócesis de Burgos, y fue así que llegando a Burgos la noticia de la aparición de la Virgen, el obispo Don Mauricio se lo trasladó a los reyes. Estos, que se encaminaban hacia Nájera, decidieron hacer un alto en Valgañón, donde tras conocer a la pastorcilla, decidieron crear el templo que aún hoy podemos contemplar. La tradición nos cuenta que el propio Rey colocó la primera piedra de la actual ermita de Tres Fuentes de Valgañón.

  Hoy en día, aún se conserva una leyenda que da fe del año en que esto sucedió, y dice así: “CONSECRATA EST ECCLESIA EPI BURGUENSIS MAURICI DEI VII. MENSIS NOMBRIS ANNO CHRISTO MCCXXIIII”

Tres Fuentes de Valgañón
Ermita de las Tres Fuentes de Valgañón construida por el Rey Fernando III el Santo

LEYENDA DE LA VIRGEN DE VALGAÑÓN

  Hallábase Inés cierto día apacentando cuidadosa, como de costumbre sus ovejas en el verde y ameno monte que llaman la Dehesa, y estando recostada junto a un risueño arroyuelo formado por un manantial que poco más arriba nacía, vio que bajaba del monte una hermosísima Señora, bella como el sol naciente entre nubes de rosa y nácar; de esbelto talle y semblante dulce y amoroso. 
Entre temblores inspirados por la grandeza y majestad de tan extraordinaria visión, sentía Inés como embargado y confortado su ánimo de una dulce confianza y todavía fue mayor su alegría cuando, deteniéndose delante de ella, oyó de los amorosos labios de la Señora estas sencillas palabras; con dulce acento pronunciadas:  

"Dime, Inés, ¿qué haces aquí?”. 

Inés contestó enseguida:  

"Guardo, Señora, aquestas ovejas que mis padres confiaron a mis cuidados”. 
"Y dime: ¿por qué razón ayunas hoy?" 
“Porque es viernes y tengo devoción de ayunar en obsequio de María Santísima todos los viernes del Año". 
“Me agrada tu devoción tanto como tu inocencia pero te dispenso del ayuno. Porque he determinado confiarte un encargo importantísimo, para ti y para todos los habitantes de este pueblo de Valgañón. Escúchame pues, atentamente: Yo soy, hija mía, la Virgen María, Madre de Jesús y quiero habitar aquí, en este pueblo para siempre. Pero son tantos los pecados con que ofenden a mi querido Hijo aquestos paisanos tuyos, que han demorado hasta el presente, el cumplimiento de mi deseo. Está ya próxima a llenarse la medida de la justicia divina, y antes que el Cielo descargue sobre ellos su justa cólera, quiero usar de mi amor y misericordia con estos moradores. Baja, pues a Valgañón. Cuéntales este suceso y diles que si en el plazo de cuarenta días no se arrepienten de sus muchas culpas, y se enmiendan y corrigen, todos serán destruidos sin que quede piedra sobre piedra en todo su territorio. Si se arrepienten, desde ahora les prometo ser su especial protectora y habitar aquí entre ellos”.

 Llegó Inés a su pueblo rebosante de felicidad y, al mismo tiempo, impaciente por comunicar a sus vecinos el contenido del mensaje recibido de labios de la Señora. Sin embargo, la inmensa alegría que la acompañó mientras descendía de la Dehesa, pronto se trocó en motivo de aflicción por la actitud de rechazo que encontró en las primeras personas a quienes refirió el contenido de su misiva. Ninguno dio crédito a sus palabras; pero, no obstante, los moradores de Valgañón no tardaron en conocer lo que Inés decía haber sucedido en el monte.
 Les refirió con todos sus detalles la historia de tan maravilloso suceso; pero  ninguno dio crédito a las palabras de Inés. Tratáronla de ilusa unos, otros de loca y visionaria y, los más, diciendo que estaba soñando y no sabía lo que decía, aunque ella se esforzaba una y otra vez para convencer a sus paisanos de la veracidad de los hechos referidos.
 Ante esta inesperada situación, y discurriendo cómo podría influir con mayor convicción en el ánimo de sus convecinos, ¿qué hacer? En primer lugar, no debía descuidar su diaria ocupación de pastora. El trabajo encomendado por sus padres, debía ser atendido y continuarlo con la mayor diligencia y dedicación, si cabe.
  Al día siguiente, muy de mañana, salió con su rebaño, según acostumbraba, en busca del pasto que sus ovejas necesitaban, en tanto que su pensamiento iba a los felices momentos vividos al lado de la Señora ya la amarga desilusión que le proporcionaron sus paisanos.
 Vencida la penosa ascensión a la Dehesa, se encontró de nuevo en el lugar del prodigioso encuentro. Su recuerdo volvió a representársele con vivos colores a Inés, contrastando aquella sublime escena con el soberbio endurecimiento de su pueblo, con lo que renovó las amargas horas vividas al tener que soportar a tantos incrédulos.
  Aquella angustia apenas duró unos instantes, pues de inmediato, hizo su aparición por segunda vez la Virgen María, y todas las angustias que momentos antes experimentó la joven, se disiparon al instante y la alegría volvió a resplandecer en su rostro cuando la Santísima Virgen María se dirigió de nuevo a nuestra pastorcilla, de esta manera:

"¿Es posible, Inés, que ese pueblo ingrato y soberbio se muestre todavía duro y rebelde a mis maternales voces ya tus palabras inocentes?”  
"Señora, contestó Inés entre sollozos y lágrimas: Es verdaderamente terco y duro este pueblo mío y, por eso, le compadezco más. Creo que si vos misma no me dais una señal patente de vuestra aparición con que den crédito a mis palabras, no habrá remedio para estas gentes, y su perdición es segura"  
"No; no quiero que perezcan, (dijo la hermosa Señora, como hablando consigo misma) y porque veas, Inés, cuanto deseo tu salvación y también la de tu pueblo llégate a mí y te daré como señal un prodigio permanente"  

  Acercóse tímida la humilde pastorcilla, y sintió que la Santísima Virgen imprimía con dulzura inefable los cinco virginales dedos de su diestra mano en su mejilla izquierda, traspasando al mismo tiempo todo su ser una conmoción tan agradable e intensa que la hacía completamente feliz y dichosa. Al mismo tiempo oyó de sus celestiales labios, estas cariñosas frases: 

"Ahí llevas una nueva señal, con la cual te creerá tu pueblo y quedaron en el rostro de la jovencita las bellísimas huellas que señalaron dedos virginales que conservó hasta su muerte”.  

  Con estas gloriosas y patentes señales se presentó nuevamente en su pueblo, que lleno de admiración y asombro, la contemplaban sin apenas atreverse a acercarse a ella: tanta era la veneración y tan grande el respeto que infundía aquella faz marcada. No fue necesario que Inés emplease muchas palabras para hacerles comprender la realidad del nuevo milagro pues, aquellos signos de su cara les sirvieron de punto de reflexión para acabar de comprender que estaban ante un acontecimiento singular, de forma que los insultos y burlas recientes, se convirtieron en lamentos al reconocer anteriores culpas y extravíos, preludio de un formal arrepentimiento.  
  Unos se entregaron humildemente; otros sintieron deseos de cambiar su modo de vivir y, los más reacios, quedaron apercibidos. El ambiente espiritual de la villa se fue caldeando y ya se sentía en las gentes la necesidad de recuperar la amistad con Dios. 
  Durante varios días se suceden en el templo diversos actos penitenciales que, de manera individual y espontánea, realizaban los vecinos de Valgañón, y ante este espontáneo y general movimiento de conversión, se reunió el venerable Cabildo y noble Ayuntamiento para tratar acerca de lo que convenía hacer; y acordaron que todos los habitantes fuesen vestidos de penitencia hasta el cerro de la Dehesa en donde, según el testimonio de Inés, se había aparecido María Santísima. Era, dice la tradición, un espectáculo tierno y conmovedor el ver a todo un pueblo llorar públicamente sus pecados; sus rostros angustiados, tristes sus semblantes, de tosco sayal vestidos, cubiertas de ceniza sus cabezas.  
  Ya los negros pendones y estandartes tremolaban a los vientos y hasta las sagradas imágenes y la santa y adorable Cruz, iban con velos negros cubiertas, la ordenada  procesión va caminando hacia la Dehesa, muchos con los pies desnudos, y todos, clero y pueblo clamando arrepentidos al Señor con cánticos de sincero dolor. Suben la empinada y escabrosa cuesta que conduce a la Dehesa, precedidos y guiados por la ya admirada pastorcita; la cual, lleva sobre sus débiles hombros un pesado madero y ya cerca del cerro, manda Inés que se detengan todos y, ella sola, cargada con su cruz, rendida de fatiga, pero animada y de forma prodigiosa fortalecida, dirige con ligereza sus pasos hacia la cristalina fuente.
  Allí la bella encantadora imagen se le aparece irradiando mil fulgores y le dice: 

“No tengas ningún temor: deja ya el pesado leño y acaben tus lágrimas y pesares. Ve, ve ligera y di a tu pueblo que ya mi Hijo ha oído tus clamores. Ha visto su contrición y aceptado sus penitencias y que, por su misericordia, ya están perdonados. Que se despojen de sus lutos y que me busquen en este lugar y me bajen a la villa porque quiero desde hoy ser protectora perpetua de Valgañón”. 

  Así habló la Virgen y, al momento, desapareció. La encantadora niña voló a comunicar a sus paisanos tan buena nueva y los encontró postrados en tierra y humilladas sus frentes mientras imploraban del Cielo favor y clemencia.  
  Cuando Inés comunicó a su pueblo la existencia de la imagen que la Virgen María había puesto de manifiesto ante sus ojos no fue posible contener un momento más el ardiente deseo que todos tenían de contemplar la Veneranda Imagen. Apresurando el paso, hallaron en le fuente el hermoso simulacro de la Madre de Dios con un bellísimo Niño, risueño y apacible, sentado sobre sus celestiales brazos y reclinado en su amoroso pecho.

  Con veneración, los sacerdotes, después de rendirse a las plantas del Cordero y de su Santa Madre, cargan sobre sus hombros venerables el peso virginal y, juntos con todo el pueblo, entonan himnos y cánticos de regocijo y alegría, mientras descienden de la montaña portando la imagen de Nuestra Señora hacia la ermita en que decidieron entronizarla hasta disponer de otro santuario más acorde con la importancia y santidad de la imagen.

6/03/2015
Luis Carlón Sjovall
A.C.T. Fernando III el Santo